Adiós a un Gigante: Mario Vargas Llosa Fallece Mirando al Mar de su Lima
La literatura mundial está de luto. El domingo, Mario Vargas Llosa, Premio Nobel y uno de los escritores más influyentes del siglo XX y XXI, falleció en su hogar de Barranco, Lima, contemplando el océano Pacífico y el imponente farellón. Un Perú que, a pesar de sus dolores, siempre fue su refugio elegido.
Vargas Llosa, con su pluma afilada, diseccionó la sociedad peruana y latinoamericana. Desde su “Lima la Horrible,” aquella ciudad retratada en su juventud miraflorina y luego convulsa por el terrorismo, hasta los recovecos del poder en “La Fiesta del Chivo,” sus personajes, entrañables y complejos, reflejan la búsqueda de belleza en tiempos oscuros. Su legado es una radiografía social de un país, elevándolo al nivel de los grandes novelistas como Balzac.
Las palabras de homenaje a Vargas Llosa inundarán los medios, pero estas líneas son un tributo personal de un lector anónimo, un amigo a través de la lectura, afortunado de haberlo conocido.
Más allá de su prolífica obra, destacaba su inmenso amor por la lectura. La disciplina de Vargas Llosa, su dedicación a los clásicos, a Balzac, Faulkner, Sartre, Hemingway, Proust, revelaba que un buen escritor no solo escribe, sino que se nutre constantemente de las grandes obras.
Leer, un acto de disciplina y rebeldía. Leer novelas es encontrar refugio, recordar, sentir a través de las palabras de otro, curar el alma. La “Tía Julia,” la grisura de “Conversación en La Catedral,” la crueldad de Trujillo, nos atraviesan como Madame Bovary, transformando nuestras emociones. Como Don Quijote, el primer personaje moderno enloquecido por la lectura, la literatura nos impulsa a luchar por el honor y la libertad.
La literatura nos salva, nos transporta más allá de la realidad. Un buen escritor despierta ese deseo irrefrenable de evadir el tedio, el horror, la falta de belleza. La estética literaria es esencial para encontrar nuestro lugar en el mundo. La novela salva, y a muchos nos ha salvado en momentos de dolor y alegría. Leer, como escribir para Vargas Llosa, es la mejor manera de vivir y sentir, trascendiendo las contingencias políticas y sociales. La partida de Mario se siente como la pérdida de un amigo, cuyas letras, junto a Borges, García Márquez y tantos otros, han tocado lo más profundo de nuestra imaginación.
“La verdad de las mentiras,” como él mismo decía, nos ofrece un espacio de libertad absoluta para viajar, a través de la literatura, a un mundo infinito que perdura más allá de la muerte.
Quizás esa libertad lo llevó a elegir su casa limeña para sus últimos momentos, rodeado de su familia, de Patricia, la prima que lo amó y perdonó. Allí, mirando el mar, en la ciudad del Leoncio Prado y el bar “La Catedral”, donde Zavalita buscaba la verdad en la Lima de Odría, donde un joven Mario se enamoró de la Tía Julia. Un adiós en privado, porque su luz reside en su obra.
Siguiendo sus deseos, su funeral será privado, sin ceremonias de Estado. Su libertad no está en el cuerpo, sino en los libros que nos legó. Lo que perdura no es la existencia, sino la obra, una obra gigantesca que incluye novelas memorables, ensayos audaces y obras de teatro que él mismo se atrevió a interpretar.
Se ha ido un amigo que nos llevó a la Polinesia de Gauguin, a la selva amazónica, a Piura, Arequipa, al Congo, a la sierra peruana, a la caída de Trujillo y a la Guatemala de Arbenz.
Vargas Llosa fue un intelectual comprometido, un liberal que defendió la democracia y la libertad sin temor, incluso cuando significó el exilio y el rechazo. No claudicó ante los nacionalismos, la cancelación, defendiendo la democracia como un valor irrenunciable.
Hoy, ante la partida de este agnóstico perplejo, nos queda su obra y su mayor legado: invitarnos a leer como un acto de rebeldía, amor y libertad. Mario, como lector que tuvo el privilegio de conversar contigo, te extrañaré.
*Por Gabriel Alemparte, abogado.*
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